Unos gritos de dolor se escurren entre las paredes del hospital Herat rebotando en hueco. Una melodía fúnebre se repite en cada esquina, sin pausa ni interrupción: el dolor anega hasta el último rincón del centro hospitalario recordando a los visitantes la trágica situación que encierran estos muros y que reflejan el legado de oscurantismo de la era talibán, ya pasada pero todavía presente y arraigada en la sociedad afgana. Desde 2003, el hospital de Herat ha visto cómo cerca de mil mujeres han intentado quitarse la vida quemándose vivas para escapar de su martirio. En lo que llevamos de 2011, 36 nuevas pacientes han irrumpido en el centro. Misma historia, mismo dolor…
Unos ojos vidriosos mantienen la vista clavados en un cuerpo encerrado en vendas que ocultan un legado de dolor. Dina, de 17 años ha ingresado hace menos de dos horas en la unidad de quemados de este hospital afgano. Se ha intentado quitar la vida rociándose con gasolina y prendiéndose fuego. “La obligaron a casarse hace cinco años pero su marido nunca la aceptó. De hecho no llegaron a convivir ni una sola noche. Su padre le preguntó que había hecho para que su marido la repudiase de esa manera… y decidió quitarse la vida”, narra Mohammad Aref Jalali, responsable de la unidad de quemados del hospital de Herat. Hace unas horas, Dina regresó a su casa, alicaída. Sin mediar palabra, la joven entró a la cocina tomó un bidón de fuel y meticulosamente se encerró en su cuarto para no levantar sospecha. La vergüenza de haber sido rechaza por el marido y la deshonra familiar se antepuso a la racionalidad. La chica se roció el cuerpo con gasolina y prendió una cerilla. Afortunadamente, su hermana llegó a tiempo, apagó con una manta el fuego y horas más tarde, la llevaron al hospital.
“Muchas me piden que las ayude a morir… Pero mi función es la de salvar vidas, no quitarlas”, confiesa Mohammad Aref Jalali, responsable de la unidad de quemados del hospital de Herat. “Tengo una gran pena en mi corazón por ver la situación de la mujer en Afganistán, nadie hace nada por las mujeres en este país”. “Por favor, ayuden a las mujeres afganas, por favor” suplica Mohammad
Hace unos meses Hillary Clinton anunció que la situación de la mujer en Afganistán se había revertido, pero lejos de las buenas intenciones con propósitos electoralistas, y con la vista puesta en la retirada de las tropas del suelo afgano, la realidad todavía recuerda la frágil situación de la mujer. La burka no es el principal problema para ellas sino la cárcel de la retrógrada mentalidad afgana anclada en un pasado cultural no tan lejano.
En Afganistán todos los matrimonios son concertados. El de Zahara no fue la excepción. Las familias se ponen de acuerdo y casan a sus hijos por meras cuestiones económicas. El hombre tiene la obligación de pagar una dote por la mujer - entre 3000 y 5000 dólares- en un país donde el sueldo medio no llega a los tres dólares diarios. Los que pueden permitirse pagar esa dote se deberán casar con una chica a la que no conocen de nada y a la que, en el mejor de los casos, han visto una vez en su vida.
Zahara sujeta entre sus manos una foto familiar dentro de su casa. Tiene 22 años, el rostro desfigurado y una herida interna que nunca dejará de sangrar. Fue vendida por su tío cuando tenía 17 años a un vecino por unos 1000 dólares. “Era muy infeliz. Mi marido se enfadaba mucho y siempre me trataba mal”, explica Zahara.
Desesperada fue a pedirle consejo al mulá de la mezquita de su barrio porque quería divorciarse. “Él mismo me dio una garrafa de gasolina y las cerillas para que me quemara viva”, declara horrorizada. Apenas sale del zulo en el que vive, con su madre de 75 años, una casa de adobe sin luz ni agua, dentro de la parcela de su tío.
Sakine Jalal-e-Din, de 17 años, escapó con su novio de casa de sus padres porque la obligaron a casarse con otro hombre de 45 años. La policía los encontró al día siguiente cuando intentaban cruzar la frontera para ir a Irán. Ahora, Sakine cumple condena de tres años en el Centro de Rehabilitación Juvenil de Herat por un delito de adulterio. La joven y su novio mantenían una relación en secreto desde hacía tiempo y Sakine estaba embarazada. El bebé nació hace unos tres meses en la penitenciaría. Cuando una mujer pasa la noche fuera de casa se considera un delito de adulterio; diez años de intervencionismo internacional han dejado de manifiesto que todavía queda un largo camino por recorrer a la mujer.
3 comentarios:
Una realidad que sigue ensañada con las mujeres, en la que toda una carga religiosa fanática las convierte en víctimas de la irracionalidad
Tremendo, muchas gracias por acercarnos a esta realidad que no muchos periodistas enseñan. Ya me ha hablado Antonio Pampliega de tu trabajo, y tengo que decir que ya tienes un fan más, un abrazo compañero y enhorabuena por lo que haces
Terrible, cuentas cosas que sabemos pero que son tan lejanas a nosotros que parece que no existan. Pero tu nos las plantas como una bofetada a nuestra conciencia.
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