“Vinieron el jueves de madrugada. No hubo aviso. Nos dimos cuenta cuando era demasiado tarde. Todos estábamos durmiendo. La Policía cargó contra nosotros. Ellos decían que ocultábamos armas. Sólo había mujeres, niños e indefensos manifestantes durmiendo”, narra Jasmine mientras alza sus manos al cielo en la plaza de la Perla. Todavía se horroriza cuando recuerda aquel 17 de febrero, el jueves negro en Manama, la capital de Bahréin.
Tras las revoluciones en Túnez y Egipto el efecto dominó se esparció por el mundo árabe y uno de los países salpicados por las olas de cambio fue Bahréin, principal aliado de Estados Unidos desde 1991 en la región y de Arabia Saudí. Este país teocrático se encuentra emplazado en el Golfo Pérsico y desempeñó un papel geoestratégico en el transcurso de la Guerra de Irak, después de que el régimen suní autorizase la implantación de las bases de la V Flota norteamericana en su territorio.
El reino de Bahrein se caracteriza por salvaguardar en el poder a la monarquía suní Al-Khalifa, un primer ministro que lleva aferrándose en el poder desde 1971, una mayoría chií marginada que arrastra años demandando una apertura democrática real y el evento internacional multimillonario capitaneado por Bernie Ecclestone, la Fórmula -1.
La sociedad bahreiní, cansada de ser tratada como ciudadanos de tercera y aprovechando la ráfaga de aire fresco que había traído la caída de Hosni Mubarak en Egipto, empezó a salir a la calle para exigir un cambio.
Durante el día y la noche, la plaza de la Perla se convirtió en una pequeña atalaya de reforma revolucionaria para exigir los reclamos democráticos acallados durante tanto tiempo en pos de la seguridad regional. Se estima que la sociedad chií representa dos tercios de los 750.000 habitantes del reino. Bahréin es un país extremadamente pobre con una importante población extranjera de trabajadores y suníes reclutados de los países limítrofes para poner freno al problema demográfico.
Ante la respuesta social del pueblo bahreiní encabezada por el grupo opositor Wefaq, el monarca se sintió amenazado. Aconsejado por Arabia Saudí y presionado por Estados Unidos, intentó parar la revolución de golpe y movilizó al Ejército. Los tanques ocuparon las calles. Y una violenta represión contra los manifestantes que acampaban pacíficamente en la Plaza de la Perla acabó con más de doscientos heridos y nueve muertos.
Pero pese a la represión, la sociedad bahreiní continuó acampando en la plaza. Y la intervención armada dio paso a una proclama que se repetiría al unísono entre chiíes y suníes: “Down, Down, Hamed!”. Las arterias principales que conducían a la plaza se colapsaban ante el río de manifestantes que exigían sus demandas.
La abarrotada plaza de la Perla da paso a un desfile de edificios modernistas y carteles de obsoletos rostros monárquicos que conducen al hospital Salmaniya, refugio improvisado que atiende gratuítamente a los heridos por la violencia del régimen. Una hilera de fotografías de heridos se entremezcla con unas madres que protestan a las puertas del edificio, mientras un niño pequeño juega a sacar fotos de los restos de munición empleados durante estos días en las revueltas.
Sadeq Alquir es uno de los afectados por la represión de la madrugada del jueves. De nada le sirvió mostrar su acreditación de médico voluntario cuando la densa nube de humo envolvió la plaza. “De repente me vi rodeado de amenazas, preguntas y coacciones. Me tiraron al suelo, me apalearon y tras cubrirme la cara con un trozo de pantalón, me subieron a un autobús. No veía nada. Al no perder la consciencia siguieron insultándome. Al poco rato me soltaron”, explica Sadeq al personal médico que le acompaña en todo momento.
Abdul Reda, un joven de 32 años, fue otra de las víctimas de aquella noche. Su error fue acercarse demasiado a un tanque con una bandera con los colores de su país. El osado acercamiento y un soldado asustado hicieron el resto. Una ráfaga impactó contra su rostro. No hubo entrevista. Las lágrimas de su madre dieron paso al silencio.
A los pocos días, la vida del joven Reda se extinguió. “Mi hijo ha muerto por todos nosotros, no sólo por mí. Ha muerto por todos los bahreiníes", explicaba su madre, Akira Sayyid, entrecortada por las lágrimas. Sus hermanas no se separan de ella. Apenas hay espacio en el improvisado velatorio de su casa.
Siete rosas rojas se mecen al compás de una ligera brisa que sopla tímidamente en el cementerio de Malakiyya, la aldea natal de Reda. Mientras las mujeres le dan el último adiós al joven Abdul, el padre se guarece entre las sombras. Apenas puede mantenerse en pie por la pesadumbre emocional. Un tío de Abdul rompe a llorar.
En esos momentos los medios de comunicación locales difunden un comunicado de la Casa Real Al Khalifa. Casi 300 presos políticos eran liberados. De nada sirvió que el monarca retirara de las calles al Ejército y que concediese la amnistía a casi 300 presos políticos. La sociedad bahreiní lloraba la muerte de su último hermano asesinado por el régimen mientras las organizaciones de derechos humanos se mostraban escépticas.
“No creemos que esto sea el fin de la historia. Todavía seguimos exigiendo la investigación de las torturas, garantías de que no vuelva a ocurrir otra vez y llevar a juicio a los oficiales responsables” explica Mohamed, presidente de Bahréin Human Rights. “"El rey tiene que renunciar"”, exige una y otra vez Abduljalil al Singace, el vicesecretario general del Movimiento por la Libertad y la Democracia, puesto en libertad hace pocas horas. Durante la década de los noventa se llevaron a cabo decenas de detenciones durante las protestas populares contra el emir Isa Ben Salman Al Khalifa, padre del actual rey.
Mientras el torbellino mediático se iba desplazando a Libia, la sociedad seguía exigiendo la caída del sistema y esperaba el regreso de Hasan Mushaima, líder del movimiento Haq en el exilio e interrogado durante varios días en el aeropuerto de Beirut. Su retorno podría suponer el pulmón necesario para los centenares de personas que continuaban acampando en la plaza. La sociedad bahreiní se preguntaba, si bien había visto cómo habían liberado a los presos políticos y los tanques habían abandonado las calles, por qué no continuar luchando.
Semanas después de que el rey pidiese a su hijo, el príncipe heredero, Salman Bin Hamad, que iniciara un proceso de diálogo nacional, la oposición se encuentra dividida y han empezado a surgir brotes de violencia sectaria.
El monarca no ha sido el único en preocuparse: Ban Ki-moon ha expresado su malestar ante el actual estancamiento de las negociaciones. Mientras, el pueblo sigue ocupando la Plaza de la Perla. Día y noche.
1 comentario:
Definitivamente es una realidad muy cruel, muy dolorosa, no sabemos como anta maldad se hace tan evidente, como tantas muertes por buscar algo mejor han sido en vano.
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